martes, 30 de abril de 2013
lunes, 29 de abril de 2013
Capítulo 2. Theo.
MARTES NOCHE.
—Aquí
tienes.
Sostuve como pudo el ticket y las pocas monedas que había
recibido de vuelta. Lo metí todo en uno de los bolsillos, a presión, y cogí la
bolsa. El chico de la tienda me sonrío. Los tatuajes que tenía nacían en las
muñecas y se escondían bajo la manga de la camisa. En ambos lóbulos de las
orejas llevaba dilataciones medianas y tenía la rapada cabeza tapada por una
gorra. Le devolví la sonrisa.
—Gracias.
Salí de la tienda acompañada por el tintineo de una
campanita. Imaginé cómo sería la escena si mi madre me hubiera visto, comprando
otro monopatín. Me hubiera gritado, y sus palabras hubieran sido que era una
estupidez volver a comprarme ése “cacharro de madera con cuatro ruedas” y se
montaría la Tercera Guerra Mundial. Era exactamente ése el motivo por lo que no
le iba a decir nada.
Metí la mano en la bolsa y lo saqué. Era un long de madera,
pintado por debajo con acuarelas, representando motivos marinos. Sonreí. Me
llamaba desde el soporte de la tienda. No podía evitarlo.
No tardé mucho en llegar a casa. Estaba situada en el
centro y las calles conectaban a todas partes. Era grande, pintada de azul cielo
y con varios pisos. Salté la verja y me acerqué a la entrada; aparté los
matorrales y cogí la soga que estaba atada a mi balcón. Trepé por ella hasta
llegar arriba, con el skate dentro de la mochila. Tras pasar ambas piernas
sobre los barrotes, entré a mi habitación.
La luz de la mesilla estaba encendida, e iluminaba con una
tenue luz amarillenta todos los posters que estaban pegados a la pared. Las
caras de John, Paul, Ringo y George ocupaban la mayor parte de ellos. El resto
eran fotos mías patinando u haciendo el indio. Vamos, lo era lo más normal en
mí día a día.
Dejé la mochila en una esquina y me acerqué a la cama.; pisando
para ello mínimo tres pares de zapatos, los cuales iba apartando a patadas.
Era muy ordenada.
Me dejé caer, y miré al techo. Mi habitación estaba en la
buhardilla, de forma que el techo era completamente inclinado. Estaba decorado
con una de las guirnaldas de lucecitas que se ponían en los árboles de Navidad.
Me parecieron bonitas para tenerlas ahí arriba, como si fueran estrellas.
Oí a mi hermano hablar por teléfono tras el otro lado de la
pared. Mantenía una conversación como podía, gritando sobre la música que
estaba puesta. No la bajaba, porque decía que le gustaba así. Nunca lo juzgué. A
mí también me hubiera gustado poder hacerlo, pero mi madre me decía que no era
de señorita.
Cerré los ojos. Al día siguiente sería de nuevo el primer
día de instituto, y comenzaría con el partido de baloncesto en el gimnasio. Tomé
aire. La música puesta sonaba como siempre a un volumen mínimo. Marqué con el
pie el ritmo de Ed Sheeran antes de quedarme dormida.
MIÉRCOLES.
Bostecé ante el espejo mientras me colocaba bien el gorro
sobre la cabeza. Me gustaba llevarlo, porque para mí era un signo de rebelión.
El monopatín nuevo estaba apoyado contra la pared, a mi lado. Me eché el pelo hacia atrás, notando las
puntas verdes rozarme la mitad de la espalda. Escondía un par de mechones pelirrojos
salvajes tras las orejas y me coloqué bien la camisa. Estaba lista.
Bajé las escaleras, con la mochila al hombro y el skate en la
mano, cuando mi madre apareció en el inicio de las escaleras. Llevaba el pelo
recogido en un tenso moño hecho a la altura de la nuca, bien engominado. Sus
ojos verdes, reflejo de los míos me observaban de arriba abajo, seria. Su ropa
estaba impoluta y bien planchada incluso a primera hora de la mañana.
Dejé escapar un suspiro mientras terminaba de bajar los
escalones.
—No sé a dónde vas así vestida, Theodora.
—A clase, madre. A clase.
Sus labios rojos se encogieron en una mueca.
—No pretenderás que permita que vayas con ésa pinta.
Miré hacia abajo. Llevo unos pantalones largos, una camisa
y unas Vans normales. Parecía que iba desnuda por su tono de voz.
—Voy aceptable, madre.
—Una señorita nunca…
— ¡Llego tarde para ver a Ethan! —exclamé, cortándola, a
pesar de que sabía que mi hermano mayor debía de estar llegando en ése momento al
instituto— Luego me echas tu sermón.
La esquivé y cogí de un bol de la cocina una manzana. Le di
una mordida mientras salía de casa y echaba el patín al suelo. Guardé el iPod
en el bolsillo delantero, con la parte baja hacia arriba, para que los
auriculares no se rompieran. Éstos los pasé por debajo de la camisa,
escondiéndolos, y los saqué otra vez por el cuello. Taylor Swift comenzaba a
sonar lo más alto que se podía. Sonreí.
Me impulsé con la pierna derecha por la calle. El sonido de
las ruedas sobre el asfalto me despertaba, y conseguía sacarme una sonrisa. Salí
del estrecho callejón que llevaba a mi casa y crucé la carretera. Varios pasos
de peatones y amplias aceras. Todo sin bajarme de mi medio de transporte
personal. Iba esquivando personas, tanto adultas como jóvenes que caminaban en
marcha a sus respectivos trabajos o escuelas. Muchos me miraban, pero con el
paso del tiempo había ido restándole importancia.
Brillaba un suave sol en lo alto del cielo, y, esquivando a
una anciana que iba con su nieta crucé una familiar esquina. No mucho camino
más adelante, vi el instituto. Una mole de edificio, llena de ventanas y clases
apestosas. Pasé las dobles puertas de entrada mientras terminaba de desayunar,
sin bajarme del skate. Oí mientras, sobre Paramore, el murmullo conjunto de los
saludos efusivos de la gente que no se había visto en todo el verano. Avancé,
observando las taquillas a ambos lados y evitando atropellar a nadie con
destreza. La puerta enorme que llevaba al gimnasio estaba abierta, así que tiré
el corazón de la manzana a la basura. Antes de entrar me bajé y con una pisada
en el extremo del long, lo levanté y me lo coloqué bajo el brazo. Ethan estaba
allí, y se peinó con los dedos cuando me vió entrar. Me guiñó un ojo y sonrió;
no habían comenzado a jugar.
Noté varias miradas clavadas en mí cuando caminaba. Soy
chica, y me relacionaba la mayor parte de mi tiempo libre con chicos. Motivo
por el cual, la mayor parte del instituto me conociera como una “marimacho”. Daba
pasos sin bajar la cabeza, notando las miradas puestas en mi ropa y en mi pelo.
En las mechas que manchaban mis puntas, recientes de ése verano.
Como siempre, estaba todo dividido por grupos.
Los ricos ocupaban la mayor parte de las gradas, sentados
como si una simple arruga en los pantalones les hiciera daño. Un poco más
alejados de ellos, los lectores. Todos hablaban rápidamente y gesticulando con
las manos. A su lado, los que para mí se denominaban los chungos; gente que
fumaba, bebía, y se metía en líos nada apropiados. No eran buenas compañías.
Frente a ellos, en la otra tanda de asientos separada por
la cancha estaban los deportistas. Ello incluía a su vez, varios subgrupos.
Jugadores de fútbol, nadadores, surferos, y a los skaters. Estaban sentados en la esquina más
apartada de la grada.
Casi todos éramos chicos, y era por eso por lo que me pegaban
la forma de hablar. Me acerqué con una sonrisa al comprobar que Leo enseñaba a
todos su nueva creación. Había llenado su monopatín magullado de pegatinas de
todas las marcas habidas y por haber. Algunos asentían, otros se encogían de
hombros.
—…costado todo el verano terminarlo —lo oí terminar.
— ¡Theo!
Inmediatamente después de que alguien gritara mi nombre, un
millar de manos me dieron sobre la cabeza. Era el ritual, golpes. Libai decía
que así nos dolían menos las caídas, que aprendíamos a soportar el dolor si nos
pegábamos mutuamente cuando nos veíamos. No pensaba lo mismo.
— ¡Parad! —grité, cuando lo que parecía el milésimo golpe
me daba en el brazo— ¡Ya me habéis saludado lo suficiente!
— ¡Pero si nuestra pequeña Theo se ha hecho mechas! —dijo
Kyl— ¡Qué mona, ella!
—No me llames pequeña, Kyl. Que cumplo antes que tú.
Todos reían, excepto una voz más suave que sobresalía por la
del resto.
—Yo aún no te he saludado, Theodora.
Miré hacia el último escalón. Helen sonreía. Como era
común, tenía el corto pelo rubio recogido tras la cabeza por un millar de
trabas y horquillas; sus grandes ojos grises brillaban con fuerza. Sólo ella y
yo éramos capaces de soportar a la tanda de imbéciles que eran nuestros amigos.
Me acerqué y la abracé, dejándolo todo en el suelo. Era tan bajita que debía
agacharme un poco. Olía como siempre, a jabón y a cerezas.
—No me vuelvas a llamar Theodora…—susurré, reprimiendo una
sonrisa.
Ella como respuesta me estrechó con más fuerza.
—Perdóname, Theodora.
Me aparté de ella con los ojos en blanco y miré hacia
abajo, dónde Libai, con su peculiar pelo rubio sostenía mi skate en alto, como
si fuera un tesoro.
— ¡Mirad, mirad!
Todos se inclinaron hacia delante. Bajé saltando y me hice
hueco entre el corro que se había formado.
—Fisgones…—murmuré, mientras me apropiaba de nuevo de lo
que era mío— Que tenga mejor gusto para decidir qué monopatín tener, no quiere
decir que os lo podáis comer con los ojos, paletos.
Vicent, que, de todos era el más ancho de cuerpo, soltó un
enorme bufido.
— ¿Cómo vas a tener mejor estilo? Patinando, a lo mejor.
Pero, eligiendo…
Alcé una ceja y con un movimiento de cabeza todos enseñamos
la parte de debajo de nuestros tesoros. Estaba el mío, el de Leo, completamente
roto y lleno de pegatinas. El de Helen tenía un bigote dibujado, y el de Libai,
anclas. Vicent creía que una decoración bonita era una enorme calavera con
serpientes saliendo de las cuencas de los ojos. A su vez, Kyl tenía dos manos
que parecen emanar luz, y Marc, el dibujo de una puesta de sol.
—Creo que aquí —dije burlona— Libai, Helen, Marc y yo somos
los únicos que nos salvamos.
Vicent abrió la boca para reprochar, pero en ése momento
entró Savannah. Era una chica muy guapa, o al menos eso pensaba siempre. Vestía
bien, con estilo, y siempre estaba alejada del mundo. Nunca la había oído
hablar con nadie más que con los profesores, o ésa amiga que tenía. Por los
pasillos corrían rumores bastante fuertes acerca de ella. Una marea de insultos
murmurados comenzó a llenar las gradas. Noté que todos miraban hacia otro lado
mientras la bocina sonaba con un fuerte estampido.
Había comenzado el partido. Subí varios escalones, y me senté
junto a Libai y Helen, bajo Kyl. Libai era un buen chico. Alto, de ojos verdes y
pelo rubio, corto y con el fleco hacia arriba. Llevaba el rostro completamente
recubierto de pequeñas pecas. Todo, desde la frente hasta la boca. Practicaba el
deporte del monopatín desde que era pequeño, y, sinceramente, tenía demasiados.
Unos rotos, otros nuevos; la cuestión era que su garaje estaba lleno de ellos.
Su blanca dentadura estaba tapada por una fina línea de hierro y pequeños
cuadraditos plateados; a pesar de que parecía tener los dientes perfectamente
rectos, llevaba aparatos. Era el típico chico que cuando lo veías y lo conocías
un poco, te dabas cuenta de que eras incapaz de imaginártelo haciendo cosas
normales, como ir al baño o tirarse un pedo.
Canasta. Giré la cabeza para ver la reacción de las gradas,
y miré al grupo de surferos. En general eran gente bastante amable, que no se
llevaban mal con nadie porque siempre iban muy a su rollo. Entre ellos,
sobresalía con creces la melena rubia platino de Dreah. Compartíamos alguna que
otra clase, aunque nunca habíamos hablado. A pesar de ser surfera era bastante
blanquita de piel, de ojos claros. Según rumores, su deporte se le daba
bastante bien.
Al igual que la muchacha de pelo oscuro que estaba sentada
en el grupo de los futbolistas. Cinbelin. Con ella tampoco había hablado
apenas, pero siempre me llamó la atención. La gente que la rodeaba lleva
pintada permanentemente una sonrisa en el rostro, pues parecía ser una muchacha
muy alegre; pero más de una vez la había visto ponerse seria a una velocidad de
vértigo. No era de esas chicas que todo se lo tomaban a broma. Era seria cuando
se necesitaba estarlo. La admiraba por eso. A los dieciséis la mayor parte de
la población era incapaz de asentar la cabeza.
El partido avanzó, y
comenzamos ganando. Dejé caer la mochila entre mis piernas y me apoyé con los
codos en las rodillas. El día había comenzado lo suficientemente bien como para
que siguiera así. ¿Verdad? Por favor.
Theo.
Capítulo 1. Savannah.
MARTES POR LA NOCHE.
—Señores pasajeros, el vuelo 17MK con destino a Los
Ángeles ha sido retrasado. Por favor, ocupen sus correspondientes asientos y
mantengan la calma —sonó una voz monótona por los altavoces.
—Mierda, mierda, mierda. —maldije, mientras me
sentaba de nuevo en una de las sillas del aeropuerto— Doce menos cuarto de la
noche y todavía no he salido del condado de Texas.
***
—Perdón. Permiso. Disculpe —murmuraba mientras caminaba entre la gente varias horas
más tarde. Me detuve con mi pequeña maleta al filo de la calzada mientras
varios taxis paraban.
— ¿A dónde la llevo, señorita? —un hombre con
bigote conducía el vehículo público.
—Avenida Weels, por favor —dije mientras me acomodaba
en los asientos de atrás.
“Hogar, dulce hogar” pensé en el momento que
el taxi amarillo paraba justo delante de mi casa. Sabía que de solo poner un pie
en ella mi madre o Morgan harían algún comentario que me sacaría de mis
casillas, así que solo me dediqué a pagar a Mrs. Bigotes y entrar.
— ¿Se puede saber dónde demonios estabas? —la
voz chillona de mi madre hizo detener mi paso cuando comenzaba a entrar.
Comenzábamos de nuevo— ¿Por qué no me dijiste que venía el vuelo con retraso?
Me hubieras llamado, estaba preocupada.
—Oh, dios, ¿en serio? —dije con ironía y
arqueando una ceja— ¿De verdad que estabas preocupada? Ha sido un buen verano,
así que cierra tu sucia boca y déjame vivir en paz.
—Sigues siendo igual que tu padre…
—–Y tú sigues siendo la misma desde que papá
descubrió que lo único que te importaba de él era lo que tenía entre las
piernas y los bolsillos—sus ojos se abrieron como platos— Pero bueno, creo que
lo mío tiene solución. Lo tuyo... lo dudo mucho.
Ante su mirada estupefacta me encogí de hombros y
comencé a subir las escaleras.
—Hola, bicho —le dije con asco a Morgan al pasar
por su habitación.
—Ya se acabó la paz en esta casa —masculló.
—Yo también te he echado de menos, hermana.
Cuando
entré en mi habitación todo estaba en
su sitio, igual que cuando me había ido. Pasar los veranos con papá en Texas
era genial, pero cuando llegaban las primeras quincenas de septiembre; adiós,
felicidad.
La
bicho asomó su cabeza por el umbral de la puerta.
— ¿Tú
otra vez?
—Mamá dice que bajes a cenar —dijo con
pesadez— y que bajes la música, es muy tarde.
—Largo —estiré mi brazo señalando la puerta.
Mi madre puso en la mesa cerdo al horno con salsa
de yogurt. Con lo que hubiera dado yo por una buena hamburguesa del McDonald’s
y patatas fritas.
—Savannah, baja los pies de la silla, —me
regañó, por lo que parecía la vez mil mi madre mientras Morgan reía— la vas a
ensuciar.
— ¿De qué te ríes? Tanto rosa y el mundo de
las hadas no te hace bien.
—Ya, cállense. Tú, termínate el plato y ve a
ducharte —le indicó a bicho— y tú deja de insultar a tu hermana.
—Me las piro —cogí mi plato omitiendo su
comentario.
—No has terminado de comer.
—Aprende a cocinar y algún día lo haré.
Buenas noches. —le guiñé un ojo y comencé a canturrear.
—Ésta chica... —la oí decir desde abajo.
MIÉRCOLES.
La luz me encandiló desde la ventana. Me puse la
almohada encima de la cabeza e intenté reconciliar el sueño; imposible. Era la
hora de levantarse. Era miércoles, por lo tanto, el primer día de clase. Como
siempre, sería el partido de bienvenida, el director y sus charlas, nuevos
compañeros... Siempre era divertido.
Entré al baño, me aseé y me vestí. Desgraciadamente
al colegio no me dejaban llevar plataformas o tacones que era lo que en mi
vestuario más abundaba, pero por cinco días a la semana no iba a pasarme nada.
Bajé las escaleras y vi Morgan con su falda rosa. Cogí una tostada, no tenía
tiempo para desayunar, así que guardé las llaves, móvil, bolso y andando.
Nada
más entrar al edificio del instituto oí a las animadoras mientras que más de uno se perdía entre sus faldas.
Comenzó el partido y yo aún no había encontrado a Caitlin. Pasé delante de las gradas
y vi a Theodora, alias “Theo”, y su pandilla. Dreah la surfera con los suyos y
la pobre Cinbelin con el plasta de su primo. En conclusión: asco.
— ¡Savannah! ¡Aquí! —Caitlin agitó sus brazo
para que pudiera identificarla. Sonreí y me acerqué. Ya no estaba sola.
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