lunes, 29 de abril de 2013

Capítulo 2. Theo.


MARTES NOCHE.
Aquí tienes.
Sostuve como pudo el ticket y las pocas monedas que había recibido de vuelta. Lo metí todo en uno de los bolsillos, a presión, y cogí la bolsa. El chico de la tienda me sonrío. Los tatuajes que tenía nacían en las muñecas y se escondían bajo la manga de la camisa. En ambos lóbulos de las orejas llevaba dilataciones medianas y tenía la rapada cabeza tapada por una gorra. Le devolví la sonrisa.
—Gracias.
Salí de la tienda acompañada por el tintineo de una campanita. Imaginé cómo sería la escena si mi madre me hubiera visto, comprando otro monopatín. Me hubiera gritado, y sus palabras hubieran sido que era una estupidez volver a comprarme ése “cacharro de madera con cuatro ruedas” y se montaría la Tercera Guerra Mundial. Era exactamente ése el motivo por lo que no le iba a decir nada.
Metí la mano en la bolsa y lo saqué. Era un long de madera, pintado por debajo con acuarelas, representando motivos marinos. Sonreí. Me llamaba desde el soporte de la tienda. No podía evitarlo.
No tardé mucho en llegar a casa. Estaba situada en el centro y las calles conectaban a todas partes. Era grande, pintada de azul cielo y con varios pisos. Salté la verja y me acerqué a la entrada; aparté los matorrales y cogí la soga que estaba atada a mi balcón. Trepé por ella hasta llegar arriba, con el skate dentro de la mochila. Tras pasar ambas piernas sobre los barrotes, entré a mi habitación.
La luz de la mesilla estaba encendida, e iluminaba con una tenue luz amarillenta todos los posters que estaban pegados a la pared. Las caras de John, Paul, Ringo y George ocupaban la mayor parte de ellos. El resto eran fotos mías patinando u haciendo el indio. Vamos, lo era lo más normal en mí día a día.
Dejé la mochila en una esquina y me acerqué a la cama.; pisando para ello mínimo tres pares de zapatos, los cuales iba apartando a patadas.
Era muy ordenada.
Me dejé caer, y miré al techo. Mi habitación estaba en la buhardilla, de forma que el techo era completamente inclinado. Estaba decorado con una de las guirnaldas de lucecitas que se ponían en los árboles de Navidad. Me parecieron bonitas para tenerlas ahí arriba, como si fueran estrellas.
Oí a mi hermano hablar por teléfono tras el otro lado de la pared. Mantenía una conversación como podía, gritando sobre la música que estaba puesta. No la bajaba, porque decía que le gustaba así. Nunca lo juzgué. A mí también me hubiera gustado poder hacerlo, pero mi madre me decía que no era de señorita.
Cerré los ojos. Al día siguiente sería de nuevo el primer día de instituto, y comenzaría con el partido de baloncesto en el gimnasio. Tomé aire. La música puesta sonaba como siempre a un volumen mínimo. Marqué con el pie el ritmo de Ed Sheeran antes de quedarme dormida.

MIÉRCOLES.
Bostecé ante el espejo mientras me colocaba bien el gorro sobre la cabeza. Me gustaba llevarlo, porque para mí era un signo de rebelión. El monopatín nuevo estaba apoyado contra la pared, a mi lado.  Me eché el pelo hacia atrás, notando las puntas verdes rozarme la mitad de la espalda. Escondía un par de mechones pelirrojos salvajes tras las orejas y me coloqué bien la camisa. Estaba lista.
Bajé las escaleras, con la mochila al hombro y el skate en la mano, cuando mi madre apareció en el inicio de las escaleras. Llevaba el pelo recogido en un tenso moño hecho a la altura de la nuca, bien engominado. Sus ojos verdes, reflejo de los míos me observaban de arriba abajo, seria. Su ropa estaba impoluta y bien planchada incluso a primera hora de la mañana.
Dejé escapar un suspiro mientras terminaba de bajar los escalones.
—No sé a dónde vas así vestida, Theodora.
—A clase, madre. A clase.
Sus labios rojos se encogieron en una mueca.
—No pretenderás que permita que vayas con ésa pinta.
Miré hacia abajo. Llevo unos pantalones largos, una camisa y unas Vans normales. Parecía que iba desnuda por su tono de voz.
—Voy aceptable, madre.
—Una señorita nunca…
— ¡Llego tarde para ver a Ethan! —exclamé, cortándola, a pesar de que sabía que mi hermano mayor debía de estar llegando en ése momento al instituto— Luego me echas tu sermón.
La esquivé y cogí de un bol de la cocina una manzana. Le di una mordida mientras salía de casa y echaba el patín al suelo. Guardé el iPod en el bolsillo delantero, con la parte baja hacia arriba, para que los auriculares no se rompieran. Éstos los pasé por debajo de la camisa, escondiéndolos, y los saqué otra vez por el cuello. Taylor Swift comenzaba a sonar lo más alto que se podía. Sonreí.
Me impulsé con la pierna derecha por la calle. El sonido de las ruedas sobre el asfalto me despertaba, y conseguía sacarme una sonrisa. Salí del estrecho callejón que llevaba a mi casa y crucé la carretera. Varios pasos de peatones y amplias aceras. Todo sin bajarme de mi medio de transporte personal. Iba esquivando personas, tanto adultas como jóvenes que caminaban en marcha a sus respectivos trabajos o escuelas. Muchos me miraban, pero con el paso del tiempo había ido restándole importancia.
Brillaba un suave sol en lo alto del cielo, y, esquivando a una anciana que iba con su nieta crucé una familiar esquina. No mucho camino más adelante, vi el instituto. Una mole de edificio, llena de ventanas y clases apestosas. Pasé las dobles puertas de entrada mientras terminaba de desayunar, sin bajarme del skate. Oí mientras, sobre Paramore, el murmullo conjunto de los saludos efusivos de la gente que no se había visto en todo el verano. Avancé, observando las taquillas a ambos lados y evitando atropellar a nadie con destreza. La puerta enorme que llevaba al gimnasio estaba abierta, así que tiré el corazón de la manzana a la basura. Antes de entrar me bajé y con una pisada en el extremo del long, lo levanté y me lo coloqué bajo el brazo. Ethan estaba allí, y se peinó con los dedos cuando me vió entrar. Me guiñó un ojo y sonrió; no habían comenzado a jugar.
Noté varias miradas clavadas en mí cuando caminaba. Soy chica, y me relacionaba la mayor parte de mi tiempo libre con chicos. Motivo por el cual, la mayor parte del instituto me conociera como una “marimacho”. Daba pasos sin bajar la cabeza, notando las miradas puestas en mi ropa y en mi pelo. En las mechas que manchaban mis puntas, recientes de ése verano.
Como siempre, estaba todo dividido por grupos.
Los ricos ocupaban la mayor parte de las gradas, sentados como si una simple arruga en los pantalones les hiciera daño. Un poco más alejados de ellos, los lectores. Todos hablaban rápidamente y gesticulando con las manos. A su lado, los que para mí se denominaban los chungos; gente que fumaba, bebía, y se metía en líos nada apropiados. No eran buenas compañías.
Frente a ellos, en la otra tanda de asientos separada por la cancha estaban los deportistas. Ello incluía a su vez, varios subgrupos. Jugadores de fútbol, nadadores, surferos, y a los  skaters. Estaban sentados en la esquina más apartada de la grada.
Casi todos éramos chicos, y era por eso por lo que me pegaban la forma de hablar. Me acerqué con una sonrisa al comprobar que Leo enseñaba a todos su nueva creación. Había llenado su monopatín magullado de pegatinas de todas las marcas habidas y por haber. Algunos asentían, otros se encogían de hombros.
—…costado todo el verano terminarlo —lo oí terminar.
— ¡Theo!
Inmediatamente después de que alguien gritara mi nombre, un millar de manos me dieron sobre la cabeza. Era el ritual, golpes. Libai decía que así nos dolían menos las caídas, que aprendíamos a soportar el dolor si nos pegábamos mutuamente cuando nos veíamos. No pensaba lo mismo.
— ¡Parad! —grité, cuando lo que parecía el milésimo golpe me daba en el brazo— ¡Ya me habéis saludado lo suficiente!
— ¡Pero si nuestra pequeña Theo se ha hecho mechas! —dijo Kyl— ¡Qué mona, ella!
—No me llames pequeña, Kyl. Que cumplo antes que tú.
Todos reían, excepto una voz más suave que sobresalía por la del resto.
—Yo aún no te he saludado, Theodora.
Miré hacia el último escalón. Helen sonreía. Como era común, tenía el corto pelo rubio recogido tras la cabeza por un millar de trabas y horquillas; sus grandes ojos grises brillaban con fuerza. Sólo ella y yo éramos capaces de soportar a la tanda de imbéciles que eran nuestros amigos. Me acerqué y la abracé, dejándolo todo en el suelo. Era tan bajita que debía agacharme un poco. Olía como siempre, a jabón y a cerezas.
—No me vuelvas a llamar Theodora…—susurré, reprimiendo una sonrisa.
Ella como respuesta me estrechó con más fuerza.
—Perdóname, Theodora.
Me aparté de ella con los ojos en blanco y miré hacia abajo, dónde Libai, con su peculiar pelo rubio sostenía mi skate en alto, como si fuera un tesoro.
— ¡Mirad, mirad!
Todos se inclinaron hacia delante. Bajé saltando y me hice hueco entre el corro que se había formado.
—Fisgones…—murmuré, mientras me apropiaba de nuevo de lo que era mío— Que tenga mejor gusto para decidir qué monopatín tener, no quiere decir que os lo podáis comer con los ojos, paletos.
Vicent, que, de todos era el más ancho de cuerpo, soltó un enorme bufido.
— ¿Cómo vas a tener mejor estilo? Patinando, a lo mejor. Pero, eligiendo…
Alcé una ceja y con un movimiento de cabeza todos enseñamos la parte de debajo de nuestros tesoros. Estaba el mío, el de Leo, completamente roto y lleno de pegatinas. El de Helen tenía un bigote dibujado, y el de Libai, anclas. Vicent creía que una decoración bonita era una enorme calavera con serpientes saliendo de las cuencas de los ojos. A su vez, Kyl tenía dos manos que parecen emanar luz, y Marc, el dibujo de una puesta de sol.
—Creo que aquí —dije burlona— Libai, Helen, Marc y yo somos los únicos que nos salvamos.
Vicent abrió la boca para reprochar, pero en ése momento entró Savannah. Era una chica muy guapa, o al menos eso pensaba siempre. Vestía bien, con estilo, y siempre estaba alejada del mundo. Nunca la había oído hablar con nadie más que con los profesores, o ésa amiga que tenía. Por los pasillos corrían rumores bastante fuertes acerca de ella. Una marea de insultos murmurados comenzó a llenar las gradas. Noté que todos miraban hacia otro lado mientras la bocina sonaba con un fuerte estampido.
Había comenzado el partido. Subí varios escalones, y me senté junto a Libai y Helen, bajo Kyl. Libai era un buen chico. Alto, de ojos verdes y pelo rubio, corto y con el fleco hacia arriba. Llevaba el rostro completamente recubierto de pequeñas pecas. Todo, desde la frente hasta la boca. Practicaba el deporte del monopatín desde que era pequeño, y, sinceramente, tenía demasiados. Unos rotos, otros nuevos; la cuestión era que su garaje estaba lleno de ellos. Su blanca dentadura estaba tapada por una fina línea de hierro y pequeños cuadraditos plateados; a pesar de que parecía tener los dientes perfectamente rectos, llevaba aparatos. Era el típico chico que cuando lo veías y lo conocías un poco, te dabas cuenta de que eras incapaz de imaginártelo haciendo cosas normales, como ir al baño o tirarse un pedo.
Canasta. Giré la cabeza para ver la reacción de las gradas, y miré al grupo de surferos. En general eran gente bastante amable, que no se llevaban mal con nadie porque siempre iban muy a su rollo. Entre ellos, sobresalía con creces la melena rubia platino de Dreah. Compartíamos alguna que otra clase, aunque nunca habíamos hablado. A pesar de ser surfera era bastante blanquita de piel, de ojos claros. Según rumores, su deporte se le daba bastante bien.
Al igual que la muchacha de pelo oscuro que estaba sentada en el grupo de los futbolistas. Cinbelin. Con ella tampoco había hablado apenas, pero siempre me llamó la atención. La gente que la rodeaba lleva pintada permanentemente una sonrisa en el rostro, pues parecía ser una muchacha muy alegre; pero más de una vez la había visto ponerse seria a una velocidad de vértigo. No era de esas chicas que todo se lo tomaban a broma. Era seria cuando se necesitaba estarlo. La admiraba por eso. A los dieciséis la mayor parte de la población era incapaz de asentar la cabeza.
 El partido avanzó, y comenzamos ganando. Dejé caer la mochila entre mis piernas y me apoyé con los codos en las rodillas. El día había comenzado lo suficientemente bien como para que siguiera así. ¿Verdad? Por favor.



Theo.

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